domingo, 5 de mayo de 2013

Annabelle, la niña de los ojos de porcelana.


Todas las baratijas, todas las joyas en el mundo. No se igualaban a la belleza de esta atracción tan rara.
Una niña de porcelana era un amor tan único y maravilloso, según él.


Mi corazón era frío y estaba lleno de maldad. Hasta que apareció ella. Mi querida Annabelle.
¿El amor? ¿Qué se sentía al poder amar y ser amado? Lo descubrí cuando la tuve entre mis brazos. Ella era perfecta, con su melena corta y rubia, sus ojos de un azul intenso -como el del cielo-. A veces me hablaba y me repetía una y otra vez que me amaba. ¿Quién no se iba a enamorar de algo así? ¿Quién no iba a amarla también?

Pasábamos todo el tiempo juntos, me volví un antisocial. Dejé de ir a la escuela. Dejé de ver a mis amigos y mi familia preocupada, me llevó con unos doctores que vestían con batas blancas. Me adjudicaron esquizofrenia. Pero no, yo no estaba enfermo. Ella era real y yo solo estaba enamorado. ¿Qué había de malo en eso?

Annabelle era la única que me entendía, que me quería. Decía que matara a todos los que me hacían daño. Ella nunca me lo haría, me decía.

Hasta que un día que paseábamos por el parque, se me cayó al suelo y perdió un ojo. Seguía siendo bella. Pero le había hecho daño y era irreparable. Me repetía una y otra vez el odio que me tenía. 



Ahora me observa desde la otra esquina de la habitación. 
Mis amigos ya no están, mi familia tampoco.
Los doctores ya no vienen a visitarme. Y estoy completamente solo.

Con ella.